INSTALACION DE LA COMISION PARA LA CONMEMORACION DEL CENTENARIO DE AC -discurso- por Francisco J. Calvani y sus hermanos noviembre 2017


INSTALACION DE LA COMISION PARA LA CONMEMORACION DEL CENTENARIO DE AC
-discurso-
por Francisco J. Calvani y sus hermanos
noviembre 2017
1.   Introducción
Quienes me antecedieron en la palabra han evocado un AC político, demócrata, formador,... toda una serie de calificativos que han formado parte de la personalidad multifacética de AC. Mis palabras no se orientan en esa dirección; se dirigen más bien hacia la persona de AC, a esa persona con la que vivimos y compartimos sus hijos y sus familiares y demás personas cercanas, con sus virtudes y sus debilidades, y cuyo paso no solo dejó una marcada huella en nuestras vidas, sino también en la de tantos otros. Mi padre fue, sin lugar a dudas, excepcional buscaba, ante todo, dar testimonio viviente de lo que debe ser una persona verdaderamente humana, de cómo debe comportarse y de cómo debe actuar. Son esos aspectos, ante todo, los que quiero analizar y compartir.

Mi propósito a lo largo de estas palabras es presentar al AC, sencillo, profundamente humano y cristiano en su pensar y en su actuar, que transitó por nuestra Venezuela y por el continente latinoamericano tratando de abrir senderos de paz verdadera, de solidaridad, de respeto de unos con otros, en ambientes que fueran claramente democráticos.

Se trata de ver al AC que entregó su vida al servicio del otro y de los otros, sin pensar nunca en sí mismo, pendiente solo de la persona que se cruzaba en su camino, cualquiera fuera su origen o nacionalidad, no buscando recompensa, ni grandeza alguna.

Este testimonio de vida nos debe llevar a reflexionar acerca del sentido y el fin de la vida de cada uno de nosotros, en la Venezuela de hoy: un hombre que a través de toda su actividad -educativa, política, profesional- demostró ser un luchador social que entregó su vida para que otros tuvieran un presente y un futuro mejor, en el que pudieran crecer como personas, y para que en la sociedad y en el país donde actuaba, hubiese paz y sana convivencia, prevaleciendo los derechos fundamentales de todo ser humano.

Analicemos esa historia para que ese testimonio de vida nos permita aprovechar adecuadamente el pasado y así, en el presente, podamos interpelarnos acerca de nuestro actuar en nuestro entorno y en nuestras circunstancias, y examinanemos nuestras aspiraciones y nuestro proyecto personal y colectivo, con miras a reflexionar acerca de cuál puede ser nuestro aporte para que, la Venezuela en la que nos encontramos viviendo sea diferente para todos y cada uno de sus miembros.

2.      La vida de AC
Su vida profesional y familiar
AC era abogado, carrera que no le resultó fácil culminar. Sus estudios de derecho estuvieron complementados con diversas aproximaciones desde la criminología y la psicología. Inicia su carrera en Amberes, en la Universidad de Lovaina, donde conoce a un sacerdote, el Padre Jacques Leclerq, figura que marcó profundamente su vida. Con los inicios de la II Guerra Mundial se ve obligado a interrumpir su carrera, pues la familia se regresa a Venezuela. Intenta continuarla en la UCV, y al constatar que debía reiniciarla, parte entonces a la Universidad Javeriana, en Bogotá, para completar las materias faltantes, culminando luego sus estudios en la UCV, donde se gradúa. Este fue, como él contaba, un momento de gran alegría para su mamá; «por fin, mijito haz terminado....» manifestaba.

      Su tesis de graduación como abogado, vinculada con el problema de los hijos naturales, pone ya de relieve su interés por la cuestión social, tema central que será una constante a lo largo de toda su vida.
     
      Muestra de ello son las numerosas iniciativas que emprende en este ámbito, inspirado en la doctrina social de la iglesia, y movido por un profundo sentido de la caridad cristiana y de servicio hacia las personas: creación de sindicatos, asociaciones civiles, escuelas de estudio, instituciones de formación sindical y política, entre otras, conocidas por la mayoría de ustedes y que no viene al caso mencionar aquí.
     
Además de ser un luchador social, AC fue también un educador desde muy joven. Fue profesor de bachillerato en el colegio San Ignacio y en un liceo nocturno, en la Escuela Católica de Servicio Social, donde conoce a Adelita -quien será su esposa y su gran compañera de vida-, en las Facultades de Derecho de la UCV y de la UCAB, fundador, director y profesor de la Escuela de Ciencias Sociales de la UCAB, fundador, director y profesor del IFEDEC, profesor del Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional, y conferencista, expositor y profesor en muchísimas ocasiones, no sólo en Venezuela sino en otras partes del mundo. Tenía un especial don para enseñar y transmitir verdades fundamentales, de una manera amena y entretenida, y no dejaba a nadie indiferente. Buscaba ante todo formar personas, no simplemente transmitir conocimientos. Son muchos los testimonios al respecto de sus alumnos, y yo mismo fui testigo de ello muchas veces.

Fue asimismo un gran estratega político, como muchos de sus compañeros de trabajo y dirigentes latinoamericanos a menudo lo mencionan, así como un hábil negociador. Funcionarios que trabajaron con él en las negociaciones con Colombia dijeron que de haber continuado uno o dos años más en su cargo, se habría llegado a buen término. AC estaba muy conciente del devenir de los tiempos y de la lucha que se libraba, tanto en Venezuela como en el continente por la democratización, y contra el marxismo, y a ellos dedicó toda su vida y esfuerzos.

Trataba de mantenerse al día; recibía algunas revistas que leía hasta en los lugares más insólitos; por ejemplo, en el baño siempre había algún libro o revista que se revisaba en aquellos momentos de particular soledad. Su biblioteca era grande y prolija. Varias fueron las navidades, durante su paso como Ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, en la que el acostumbrado regalo navideño que se debía obsequiar era un libro.

Nos llamaba mucho la atención su espíritu curioso y analítico, su iniciativa constante y su deseo de emprender proyectos que abrieran nuevos horizontes, características todas, que con el paso del tiempo no hacían sino crecer. Poco antes de morir, ya soñaba incluso con incursionar en África promoviendo su democratización, y un espíritu de reconciliación, convivencia y paz.

Y ese espíritu curioso y afable lo mantuvo durante toda su vida. Cada proyecto, iniciativa o posición laboral era emprendido con frescura y con ahínco como si fuese una novedad, y a ello se entregaba en cuerpo, alma y corazón. Muchas veces decía, que la erudición no era suficiente, que más que eso era necesario saber reflexionar sobre lo que se lee o se observa, y de ello extraer conclusiones para aplicar en la acción y en la realidad.

La dimensión religiosa es otro aspecto muy importante a destacar, ocupando un lugar fundamental en su formación y en la orientación que le imprimió a su vida. De misa frecuente -como incluso comentaron en alguna ocasión dirigentes políticos de otros países latinoamericanos con los que compartió momentos duros y difíciles de lucha- fue un ferviente católico y cristiano comprometido, que se esforzó por traducir dichos principios en su vida personal y en su conducta, procurando siempre que hubiera congruencia, coherencia y consistencia entre su pensar y su actuar, y esto fue así hasta su muerte.

Sabía que el testimonio de su vida era fundamental y que eso valía más que mil lecciones. Nosotros, sus hijos, fuimos testigos de ello y eso nos lo decía constantemente. Una de sus oraciones preferidas era la oración de San Francisco “Hazme un instrumento de tu paz”, la cual siempre llevaba consigo en su billetera.

Durante las navidades, en varias oportunidades participamos en nacimientos vivientes y la asistencia a la misa de medianoche era un hecho común. Recuerdo que en Semana Santa, cuando estábamos en Cumaná, no podíamos bañarnos en la playa hasta que no hubiéramos hecho una lectura, meditación y diálogo entre los miembros de la familia acerca de la pasión de Cristo, y no era raro el rezo del rosario u otras oraciones.

La vida familiar era sencilla y austera. Ninguno de mis padres eran amantes del lujo, ni la vanidad, sino todo lo contrario. La casa era un lugar de acogida permanente, siempre abierto a todos los que necesitaran de un consejo, una ayuda, el calor de una familia, e incluso comida y hospedaje, y era cosa habitual contar siempre con comensales. De hecho, había lo que llamábamos el “cuarto de huéspedes”, por lo general, siempre ocupado por visitantes o por personas de otros países a quienes se les brindaba refugio y ayuda. Cosa curiosa, los 7 hermanos, que para entonces éramos nosotros, teníamos un solo baño que compartíamos con nuestros huéspedes y debíamos organizarnos por turnos, dejando siempre de primero al invitado o huésped.

Además de ser un lugar de acogida, nuestra casa fue siempre también un espacio de intercambio y de apoyo para innumerables iniciativas. Allí se compartían ideas, proyectos, nuevas perspectivas y reflexiones, lo que hacía que nuestros almuerzos o cenas fueran con frecuencia muy interesantes y variados. Fueron numerosísimas las personas de toda índole, profesión, actividad que por esa mesa pasaron.

Mi padre siempre valoró la importancia y el tono de la interacción y de las relaciones con la gente; ellas siempre estuvieron impregnadas de una gran empatía y de contenido afectivo.

Otra muestra de la vida familiar era el sándwich diario que en casa se ofrecía a los habitantes del Barrio Los Eraso, comunidad pobre vecina de la casa; se le daba a cualquiera que tocara la puerta y lo solicitara, siendo el que la abría el responsable de prepararlo.

A pesar de tener una vida llena de múltiples actividades y viajes constantes, mi papá siempre estaba pendiente de nosotros. Trataba de compensar sus obligadas ausencias con lo que él solía llamar “dedicación en calidad y no en cantidad”, refiriéndose así al tiempo del que no disponía. Procuraba estar atento, junto con mamá, de cada uno de nosotros, diferenciando las particularidades de cada cual y trataba de estar presente en los distintos eventos de relevancia, desde los más sencillos, provenientes de nuestras mentes infantiles cuando niños, tareas, cumpleaños, navidades, hasta los más complicados que surgían a medida que crecíamos: estudios, exámenes, graduaciones, enfermedades, matrimonios, problemas, etc.

Solía ser conversador y compartir sus reflexiones, conocimientos y experiencias con nosotros y con los que en ese momento se encontraban presentes, y narraba sus recuerdos e historias de infancia y juventud. Era muy paciente, dulce y cariñoso, pero estricto en el cumplimiento de los deberes. Acostumbraba recorrer nuestros cuartos en la noche con su acostumbrada compañera, la guitarra, cantándonos una canción. Nos dormíamos así, bajo el tañido de sus cuerdas y de un repertorio de canciones, no muy modernas, pero que reflejaban ese sentir tan venezolano, como latinoamericano. A mi padre le encantaban las canciones mexicanas y no pocas fueron las tertulias familiares amenizadas junto con sus hermanos, mi tía Graciela y mi tío Erasmo, también extraordinarios músicos y cantantes.

Adelita, su fiel compañera de ruta y gran apoyo
Hablar de AC, implica también reconocer, comprender y hablar de Adelita. Ambos formaron una pareja muy especial, que se amaba mucho. No me extraña por ello que Dios se los haya llevado juntos; no imagino a uno viviendo sin el otro. Su compenetración era tal que muchas veces no mediaban palabras. No recuerdo, por ejemplo, haber conocido o presenciado discusiones entre ellos, ni malas caras de uno hacia el otro, así como tampoco desacuerdos. Se apoyaban mutuamente y nuestra crianza y educación fueron muy consistentes. Mi padre, contrariamente a los usos de muchos en aquella época, y ni hablar de hoy en día, fue un hombre fiel a su esposa, pues la fidelidad era para él algo fundamental que siempre mantuvo.

Mi madre, de carácter más bien templado y determinado, con él no lo era para nada. Lo admiraba mucho y siempre buscó no solo secundarlo en todo, sino incluso animarlo a emprender tareas, a veces muy difíciles. Él sabía que contaba con ella de manera incondicional para todo, y muchas veces fungía como su secretaría cuando las circunstancias lo requerían. Ella lo ayudaba en sus escritos, lo asistía económicamente en tiempos de necesidad, y contribuía también a ayudar a otros que lo necesitaran. Era una persona generosa y desprendida de sí misma, previsiva y organizada.

A él, a su misión, a su labor, consagró su vida y no recuerdo nunca haberla oído quejarse por nada, y eso que mi padre viajaba mucho y siempre le faltaba tiempo para todas las tareas y obligaciones que tenía. Como solíamos comentar todos en casa, no sabía decirle “No” a nadie, y eso podía ser a veces exasperante.

Mi madre venía de una próspera familia, de procedencia europea, con características diferentes a la familia de mi padre. Su papá, muy italiano en su manera de ser, la envió junto con su hermana morocha, María, a estudiar, desde muy temprana edad - apenas con 7 años- en un internado en Italia, alejadas de la cotidianidad familiar, regresando a Venezuela a los 20 años. Hay que recordar que para esa época no existían aerolíneas, y la comunicación se hacía por barco, por lo que las visitas de sus padres escaseaban. La mayor parte de sus vacaciones las pasó con su hermana en casas de conocidos y amistades de mi abuelo, en esa tierra. Esto debe haber sido muy duro para ella, e imagino que por esta razón, a diferencia de mi padre, ella nunca hablaba acerca de ese período de su vida. Por eso, encontrarse con AC y su familia fue, indudablemente para ella, un regalo muy grande. Allí disfrutó del calor de hogar que nunca tuvo, y de la solidaridad y el cariño que siempre prevalecieron en la familia de mi padre.

      Era una persona muy sencilla, inteligente y con un gran espíritu de servicio, que encauzó a través del servicio social. Es así como ingresa a estudiar en la Escuela Católica de Servicio Social, entonces bajo la dirección de Inés Ponte, en la que conoció a mi padre. Él era uno de sus profesores, y desde muy pronto, facilitada por algunos sacerdotes y amigos que, con gran acierto, observaron su afinidad, se entabló una relación que culminó en matrimonio. De ese matrimonio nacieron 7 hijos, 2 hombres y 5 mujeres y algunos otros que no llegaron a término. De ellos, quedamos en estos momentos 5, pues 2 de mis hermanas murieron también en el accidente con ellos.

Siempre hemos estado conscientes de que tuvimos una familia muy especial y particular, donde nos sabíamos queridos, cosas todas ellas no tan comunes en estos días y que tanta falta hacen, pues es en el hogar donde la persona se forma y crece en todos sus aspectos, y lo que allí se recibe, no se encuentra fácilmente en otro lugar.

El tiempo ha transcurrido y seguimos siendo muy unidos como ellos hubieran querido, a pesar de tener personalidades y caracteres diferentes y andar por caminos diversos, pero conservamos la herencia común que nos dejaron, con su educación y ejemplo. El espíritu de servicio y de extremada caridad que respiramos en la casa continúa estando presente.

3. Qué nos quiere AC transmitir hoy, con su vida y con su ejemplo
En el breve recorrido familiar que hemos hecho, hay algunos aspectos que se destacan y que quisiera señalar, pues pueden ayudarnos a reflexionar sobre nosotros mismos, a examinar cómo podemos crecer como seres humanos y cómo podemos convertirnos en personas con verdadera entrega y espíritu de servicio a los demás, dejando de lado nuestro egoísmo y ambiciones, en esta Venezuela nuestra, tan aquejada, tan herida y tan probada en estos momentos.

Si queremos que las cosas cambien, tenemos que empezar por cambiar nosotros, pues no hay revolución sin hombres cambiados, como acostumbraba decir AC. Y el cambio empieza por casa, como bien indica un dicho venezolano.

De lo contrario, estaremos siendo y actuando como todos aquellos que han conducido a Venezuela a su destrucción bajo el nombre de revolución, progreso, bienestar del pueblo, soberanía nacional, de la mal llamada no violencia, llevando, a veces, la tergiversación a extremos tales, como a hablar de amor cuando es la intolerancia, el odio, y la destrucción del otro es lo que impera. Y, esto ocurre, muchas veces, tanto de un lado, como del otro. La realidad que estamos viviendo es, en ese sentido, dramática y contundente, y no podemos seguir creyendo en falsos mitos.

Es necesario, o más bien, es urgente ser más íntegros, más auténticos. Tenemos que poner los pies en la tierra con respecto a nosotros y al país. Y este recorrido lo tenemos que iniciar examinando nuestro actuar como personas y su congruencia con lo que decimos o proponemos. No en balde, mi padre se esforzaba tanto -y esto implica muchas veces sacrificio y negación a uno mismo- en la coherencia plena de su pensar con su obrar, obedeciendo por sobre todo a los grandes principios morales cristianos que deben regir la vida de todo ser humano que quiera ser verdaderamente persona. Y por eso, su persona y su vida fueron un ejemplo y un testimonio viviente.

En múltiples ocasiones, no se necesitaban palabras, como muchos nos han dicho; bastaba con verlo actuar. Otros nos han señalado, que su persona emanaba solemnidad y respeto, que su sola presencia se imponía. Mientras que, por otro lado, su amabilidad y compasión incitaban a otros a cambiar, y a ser mejores. Como tantos han comentado, siempre se salía de la casa de mis padres reconfortado, consolado, con nuevas esperanzas y optimismo. Nunca se salía con las manos vacías.

Otro importante hecho a destacar fue su humildad, su firmeza e integridad. Se esmeró por abrir caminos para que otros los recorrieran y se llevaran los honores, y nunca anheló, ni buscó los primeros puestos. Tampoco aspiró a brillar, ni persiguió grandeza o poder alguno. Los cargos que ejerció le fueron asignados y siempre los vió como una forma de apostolado, una tarea, a veces no agradable, que Dios ponía en su camino. Recuerdo claramente, por ejemplo, que al ser nombrado Canciller, cargo que jamás pensó en ejercer –lo de él era el mundo social, laboral, formativo y jurídico- nos pidió, a su familia, no dejarlo nunca envanecerse, pues como él decía, son tantos los halagos y lisonjas que se reciben al ejercer posiciones importantes que se corre el riesgo de envanecerse, y perder la correcta perspectiva de las cosas y la humildad, que tanto amaba. Es la persona la que hace el cargo, y no el cargo a la persona, insistía.

No cabe duda alguna que, recibió importantes y especiales luces y dones, que por su fe puso al servicio de los demás. De allí, su inmensa obra y la huella que dejó en tantas personas y países latinoamericanos de su tiempo, en su transitar por Venezuela y el continente latinoamericano y a los que tanto amó. Enseñó con su ejemplo, que la política y su ejercicio es algo digno, y que es una obra magna que merece respeto por estar vinculada al bien común de la comunidad y sociedad en la que se vive; que se puede ser un hombre político honesto e íntegro, a pesar de las dificultades y tentaciones del camino; que la política es, ante todo y por encima de todo, un servicio a los demás, sin búsqueda alguna de beneficios personales del orden que sean; que se trata de una tarea por la que vale la pena luchar y entregar la vida, y que cuando es asumida de este modo se transforma en una gran obra de amor a los demás, que da sentido y significado a nuestras vidas.

El doctor Gustavo Tarre Briceño, siendo orador de orden en un homenaje que le hiciera el Colegio de Abogados del Distrito Federal a AC, poco después de su muerte, cerró su discurso con una frase de José Martí que ciertamente describe a AC.

Esa frase dice así: “Cuando hay muchos hombres sin decoro hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana".

Finalmente, nosotros, sus hijos, agradecemos haber formado y formar parte de esta familia, y si bien, la muerte de nuestros padres y de dos de nuestras hermanas fue muy dura, ellos nos enseñaron a ser fuertes, a saber sobrellevar la vida, a hacer el bien, por muy modesto que fuese, en cualquier lugar donde estuviésemos. Y, aun más, aunque su ausencia la resentimos de diversas maneras, ellos siempre estarán allá arriba, atentos, y dándonos un «empujoncito» para continuar adelante, con equilibrio y sabiduría.




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